Eduardo
 y yo llevamos asistiendo a SAPAME (Salud Para la Mente. Asociación de 
Usuarios de Salud Mental de Granada) desde el pasado mes de marzo. Allí 
realizamos nuestras lecturas en voz alta cada jueves,  siguiendo un 
ritual que se instaló con naturalidad entre nosotros, sin que, sin 
embargo, hayamos nunca hablado de ello para crearlo: los que desean 
asistir nos esperan en el descansillo que hay en la puerta de la sede de
 SAPAME, y nos ven llegar, y nos saludan hacia fuera desde el cristal. 
Al abrir la puerta, nos besamos, nos abrazamos, nos preguntamos por 
nuestras respectivas vidas y, sin más dilación, vamos todos juntos a la 
sala donde nos reunimos, que es diáfana y tranquila.
Mientras empezamos, nos contamos la semana. Fuera se escuchan los 
acordes de una guitarra (hay taller de canto en la otra sala). Puede ser
 que haya alguna cara nueva y nos presentamos, pero nunca se alarga 
demasiado esta introducción. Rápido preguntan: “¿qué traéis hoy para 
leer?”.
La sesión primera de este curso tuvo lugar el día 22 de septiembre. 
Una semana antes, habíamos explicado en una sesión general en qué 
consiste la presencia de Entrelibros en SAPAME.  En la sala de juntas 
(SAPAME es una estructura espléndida con una logística envidiable) 
llegamos a estar unas cincuenta personas. Eran usuarios ávidos de 
retornar a las actividades grupales, ahítos de verano y de calor, en 
busca de un hogar fuera de sus hogares donde compartir una vivencia 
compleja: son usuarios de salud mental, en busca de una merecida 
integración, de un necesario reconocimiento, cansados de la oscuridad a 
la que somete la sociedad todo aquello que no se ve capaz de entender.
Allí explicaron, cada uno de ellos, qué esperaban en SAPAME, y cada uno 
de ellos dedicó a los demás una palabra: 
esperanza, amistad, apoyo, amor…
Amaya, una de las monitoras, fue escribiendo cada palabra en una 
pizarra blanca, que quedó al final de la sesión como un crisol repleto 
de deseos, sobre todo, por encima de todo, de normalización y 
comprensión. Cuando tomamos la palabra, explicamos cuál sería el 
cometido de nuestras sesiones. Qué es leer en voz alta. Y lo explicamos 
con sencillez, sin grandilocuencias. Cómo compartimos alegrías, 
tribulaciones, dolores y alivios a través de los textos literarios. Con 
verdad. Con respeto.
Así, a la siguiente semana, cuando tuvo lugar nuestra primera sesión 
regular, asistimos a la misma un total de diez personas. ¡Un gran éxito 
para nuestra actividad! Hasta entonces las reuniones habían sido menos 
concurridas, pero, curiosamente, no por haber más gente fue una tarde 
menos íntima. La conversación fluyó como un mecanismo de relojería, 
hermoso, sincero y lleno de reconocimiento al otro. Así, Eduardo propuso
 en primer lugar la lectura de un poema de Ángel González, “Para que yo 
me llame Ángel González…”. Y hablamos. Hablamos de quiénes somos, de qué
 tememos, de qué milagros se han ido sucediendo para que nuestra vida 
sea hoy una realidad. Hablamos de las perspectivas de nuestras 
existencias, y lo hablamos con dolor, con esperanza, con lucidez y 
determinación. Se generó una escucha dialogada, un toma y daca lleno de 
preguntas y respuestas, de puntos de vista que no buscaban la verdad, 
pero que se aportaban con verdad. Hablamos de cómo nos destruimos. Y de 
cómo nos salvamos. Las miradas eran afables, directas, sostenidas en los
 ojos. Y las voces… a veces temblaban, pero se atrevían a existir. 
Porque en esa sala compartimos con naturalidad quiénes éramos. Y vimos 
que no hay líneas que separen claramente los juicios. No hablaron desde 
un yo enfermo. Hablaron desde un yo atravesado por las mismas preguntas y
 miedos que cualquier ser humano. Porque en materia de angustia y de 
inseguridad, toda persona puede considerarse experta.
 El árbol rojo,
El árbol rojo, de Shaun Tan, fue nuestra siguiente lectura. 
Tomé la voz. Procuré ser delicada, sosegada. Las imágenes de este álbum 
son de una potencia brutal, bella y torturada. Es una lectura que nos 
atrapa en el dolor, nos atraviesa de él, pero lo hace para de repente 
dejarnos libres de la tribulación. Nos asfixia. Nos ahoga bellamente, y 
de pronto no es que nos perdone, sino que nos muestra la raíz de su 
potencia. Es un canto de esperanza sin contestación posible.
Este libro desgarradoramente hermoso, nos lanzó un cabo al que 
asirnos y todos, todos los allí presentes, reconocimos la verdad 
esencial de que en el ojo del huracán hay calma. De que en nuestro caos 
de dolor y de miedo (a menudo miedo a nosotros mismos sobre todo) existe
 siempre, siempre, una guía que le da sentido a lo que somos.

Aquel día, como tantos otros en SAPAME, vivimos la comunión de la 
palabra. El consuelo en el otro. En la escucha. La redención de los 
demás en el renacimiento de una confianza de la que muchos de los allí 
presentes dudaban. Confiaron los unos en los otros. Se escucharon. Se 
comprendieron. Se reconocieron. Y su dolor, por obra y gracia de la 
palabra, durante aquel rato de misterioso equilibrio, fue más pequeño. 
Fue más soportable. Y la vida fue un poco mejor.
Irene