miércoles, 22 de julio de 2015

Relato de nuestra querida Josefa Domingo


Os animanos a lectura de este precioso relato escrito por un querida compañera, Josefa Domingo. Esperamos que lo disfruteis tanto como nosotros.                        

                                                  MI ABUELA MATERNA
                                                             Autora: Josefa Domingo



            Siento en mi la necesidad de escribir, pero no sé qué. Los recuerdos almacenados desde mi niñez, y sobre todo en mi adolescencia están desordenados y no logro expresarlos de forma coherente. En medio de todos los recuerdos, de todos los retazos de historias, de todos los personajes que bailan en mi mente aparece la figura de mi abuela materna. Siempre he pensado que ella es la principal culpable – si la necesidad de escribir fuese algo malo – de esta vocación mía por expresar lo que vivo, lo que siento, lo que he visto y oído a lo largo de mi historia.
            Mi abuela ha sido un personaje que me ha marcado en mis años de adolescencia, cuando yo pasaba largas horas a su lado haciéndole compañía y ayudándole en las tareas domésticas.
            Cuando recuerdo a mi abuela acude a mi mente su imagen enlutada, con su pelo gris recogido en un moño, trajinando en una casa sin comodidades, agobiada siempre por las tareas caseras que superaban su capacidad para realizarlas con cierta agilidad, debido al reumatismo que sufría desde muchos años atrás.
            El personaje de mi abuela estaba envuelto por el encanto y la crudeza que tiene una vida pobre como la suya, una vida de lucha, tejida día a día por la monotonía de sus quehaceres, de un sufrimiento que la vida le fue dando a través de la tarea de ser madre de ocho hijos.
            Mi abuela era de un corazón muy bondadoso, pero de un carácter por lo repetido de sus advertencias, de sus preocupaciones, de sus lamentos. Solía quejarse una y otra vez de cosas, que a los que estábamos a su alrededor nos parecían sin importancia, y nos molestaba vernos obligados a escucharla, pero en el fondo, detrás de esas pequeñas cosas por las que ella expresaba preocupación, se escondía algo más grande y profundo.
            Creo que solamente yo, la segunda de sus nietas he sido capaz de comprender a este personaje singular, porque fui para ella una compañía fiel hasta la hora de su muerte. Creo haber sido capaz de descubrir por debajo de sus pequeñas manías, de sus modales y palabras torpes, de su conversación que a veces cansaba, a una mujer dulce, luchadora, y a una gran mujer en definitiva.
            Pero la verdad es que mi abuela fue siempre una personalidad insípida, no despertaba ni simpatías ni antipatías como otras ancianas. Tampoco las despertó cuando era más joven. Algunas veces despertó lástimas en los demás, cuando luchaba por criar a sus hijos debido a su pobreza y a su poca habilidad para hacerse valorar por los demás, pues la estima de las personas – en el tiempo y en el ambiente que le tocó vivir a ella, y de los que yo he recibido una pequeña herencia – más que en las cualidades de las personas estaba puesta en los medios que tenía para vivir, es decir, “tanto tienes, tanto vales”. Pero este refrán no resultaba verdadero en una sociedad como la suya, pues aunque no se tuviera para cubrir las necesidades esenciales de una manera adecuada, bastaba con aparentarlo muchas veces, llevando un vestido nuevo, un cierto aire de orgullo, aunque luego doliera el estómago por estar vacío.
            Pues bien, en este ambiente tan ficticio, una personalidad como la de mi abuela, que no parecía tener un sello propio que marcara su carácter con rasgos sobresalientes, lo que decimos hoy, mi abuela no tenía una personalidad “autodefinida”, y seria una manera de dar a conocer su temple, ella tuvo el suficiente carácter como para no hacer disimulos de lo que estaba pasando para sacar adelante su casa, ni de hacer ostentación de lo que tenía. Por esto fue subestimada en muchas ocasiones, y lo que más duele, fue humillada por sus propios parientes. Pero lo que más me enternece de mi personaje favorito, es la manera que tenía de recordar su vida, su historia. Y esta historia suya no era tan suya, porque ella no pensaba nada en sí misma, era sobre todo la historia de su familia, sobre todo la de sus ocho hijos.
            Además de las muchas penas que me solía contar, también se refería a su pasado contenta de sus primeros años de casada, en que mi abuelo, además de trabajar en el campo, era tratante de animales y vivían con cierto desahogo, ya que todavía no habían venido al mundo más que dos de sus hijos. Sí, mi abuela fue una recién casada feliz, que recordaba su casa sencilla, pero muy limpia, y a sus dos primeros hijos orgullosa de lo bonitos que eran, aunque ninguno de los ocho fue feo, y menos para una madre. Solía recordar con una memoria prodigiosa las fechas concretas en que sus hijos estrenaron trajes nuevos que hicieron “gentes”, pues ella los sacó a pasear, a misa y a las procesiones, con su vestido de percal su hija María, que acentuaba su bonita cara, y a su hijo Pepe con su gracioso traje de marinero, que lo hacía más guapo aún. Me describía con todo género de detalles cada uno de los adornos que tenían los trajecitos, el cómo y en qué circunstancias los cosió. Estos hechos diminutos quedaron en su memoria grabados al igual que si hubiesen sido algo glorioso, y se acrecentaba en el orgullo de una madre por sus hijos, conforme al transcurrir del tiempo.
            También me contaba las manías que tenían sus hijos al ser amamantados por ella, y de las sopas de harina tostada que les hacía – que en muchas ocasiones no fueron con leche como requiere la alimentación de un niño – sino hechas con agua, pues debido a la ya mencionada pobreza no podían ser de otra manera. Eso sí, siempre fueron muy dulces, mi abuela nunca escatimó el azúcar, pues era muy aficionada a ésta.  También me conozco la forma que tenían de dormir mis siete tíos y mi madre. Unos lo hacían chupándose el dedo, otros mordiendo la sábana, a otro le entraba un gran sopor apenas se atiborraba de sopas, y dormía toda la noche sin que mi abuela tuviera que echarle cuentas a su hijo, ya que dormía toda la noche.
            Después la vida de mi abuela se fue haciendo cada vez más difícil, conforme iba cargándose de hijos, y los jornales de mi abuelo no llegaban para cubrir todas las necesidades. Así, el mayor de los chicos, tuvo que ponerse a trabajar a muy temprana edad, cuando no era más que un niño de ocho o nueve años, y mi abuela sufrió al igual que mi abuelo al ver a sus hijos cansados de trabajar a una edad en que sólo hubieran tenido derecho a jugar y a estar más tiempo en la escuela.
            Mi tía María, que era la mayor de todos sus hijos, marchó de pequeña a vivir con la madre de mi abuela y se crió más cómodamente. El segundo hijo, que era un chico, heredó el espíritu luchador de mi abuela, y fue hombre antes de tiempo, que supo ayudar en la casa con su trabajo desde su más tierna infancia. Mi madre que fue la tercera, y la única chica que quedó entre los hijos, se responsabilizó junto a su madre de las tareas domésticas, ayudando en la crianza de sus cinco hermanos menores que ella.
            Durante la Guerra Civil vino al mundo el último de sus ocho hijos. Aunque sus hijos eran pequeños y no sufrió las penas de otras madres que tenían hijos en el frente, sí sufrió los temores que una contienda acarrea a las personas que viven bajo la presión de ella, y padeció las amenazas de sus vecinos por ser mis abuelos “neutrales” ante los dos bandos.
            Mi abuela, además de pasarlo mal por vivir rodeada de vecinos hostiles a ellos, lo pasó también muy mal porque la necesidad aguijoneaba a su familia. Sufría, al igual que mi abuelo al ver a sus hijos trabajar desde pequeños, y a veces no poder darles una buena comida. Por eso, como era una buena esposa y una buena madre, ella se privaba muchas veces de comer, aunque estaba dando el pecho a su hijo pequeño, para poder ponerles una merienda en condiciones a su marido y a sus hijos, que niños aún iban a trabajar con el padre. Como era entonces joven y gozaba de buena salud tenía unas jornadas increíblemente largas de trabajo, aprovechando las ropas de mi abuelo para hacer trajes a sus hijos, y lavando y remendando la ropa de toda la familia, que a veces tenía que hacerlo de noche, pues volvían sucios del campo y no tenían a veces más que dos mudas de quita y pon.  Pero a pesar de todo su familia siempre iba muy limpia y con la ropa muy bien cosida.
            Mi abuelo, que era de un carácter más apocado que el de su mujer, a veces se ponía triste cuando veía las dificultades y no encontraba más solución para hacerles frente que sus jornales, que no daban para mucho, pues mi abuelo a los pocos años de casado dejó los tratos de animales que les habían reportado durante unos años unos humildes ingresos que resultaron más rentables que un jornal pelado.
            Pero ninguno de mis abuelos fue en absoluto cobarde. Los dos se gastaron con generosidad día a día, cada uno a la manera que le correspondía, pero los dos unidos en la lucha común de ser padres de una gran familia. Así mi abuelo se vio obligado a trabajar con una yunta por un jornal, y cuando no podía ganarlo en su propio pueblo, se fue a la “campiña” a seguir arando las tierras de otros lugares y ganar el sustento de su familia. Soportó fuera de su tierra, hambre, calor, lluvia y frío. Mi abuela sabía de las dificultades de su marido en otros lugares, pero tenía que aceptarlo esto con el corazón contraído por la soledad, y el pesar de la responsabilidad de ser padre además de madre, cuando el marido estaba ausente.
            Fueron éstos años difíciles para ellos, y esta soledad que vivió mi abuela es la que fue acumulando lamentos en su alma, que no expresó hasta años más tarde, cuando ya sus hijos la podían comprender, y ella los manifestaba por medio de sus advertencias, sus regañinas, sus preocupaciones repetidas por cosa de poco fundamento, pero que no eran más que el desahogo de la honda preocupación que había estado latente y callada en años atrás.
            En los años de postguerra, mis abuelos se fueron a vivir a un cortijo en donde arrendaron unas fanegas de tierra para cultivar. Aunque ya eran “labradores” mi abuelo y algunos de mis tíos que ya estaban entrando en la mocedad seguían trabajando en la calle, ganando un jornal, y uno de ellos, el mayor de los chicos se dedicó al “estraperlo”, o lo que es igual, al contrabando de granos y aceites, ya que la situación de España estaba propicia para el mercado negro, debido a la escasez de víveres.
            Aunque la economía de la familia mejoró, no fue poca la pesadumbre que esta actividad de mi tío ocasionó a mi abuela. Lo veía partir, a veces a altas horas de la noche con los caballos cargados de género con el que iba a comerciar, siempre ocultándose para que la guardia civil no lo detuviera y le quitara las cargas que llevaba. Mi abuela quedaba desvelada pensando en la dura labor de su hijo que atravesaba los campos a oscuras y solo. Algunas veces la benemérita llegó hasta el cortijo en busca de él, y todos se alarmaban pensando en lo que les podría ocurrir si le encontraban la mercancía con la que traficaba. Otras noches mi abuela quedaba levantada hasta altas horas esperando que volviera, preocupada si tardaba, por si le habría ocurrido algo, sobre todo cuando era invierno y los temporales de lluvia hacían los caminos intransitables. Fueron muchas las noches en que mi abuela no se acostó por unas y otras causas, entre otras, además de la ya citada del estraperlo, ella pasaba las noches lavando y cosiendo la ropa de toda la familia, pues el día resultaba corto para los muchos quehaceres que da a una madre una numerosa casa de hombres, aunque contaba con la ayuda de mi madre.
            Pero a pesar de todos los temores que sufrió por sus hijos, también tuvo la alegría de verlos hechos unos hombres que sabían luchar por su casa, y ayudar a levantar la economía con el esfuerzo y la fatiga, al igual que habían visto en sus padres, ellos no dudaron en seguir su ejemplo.
            El mayor de los varones, el tío Pepe, el estraperlista fue casi un padre para todos sus hermanos. Estaba pendiente de las necesidades de cada uno, y cuando volvía de sus viajes, siempre regresaba con ropa y calzado para todos ellos, cuando veía que les hacía falta. Mi abuela recordaba con emoción los detalles de su hijo para con ella. Me refería como una vez volvió al cortijo con una estupenda máquina de coser cargada en el caballo, que la había comprado para que ella no anduviera más el camino hasta el pueblo para coser las camisas de ellos, en la casa de alguien de su familia extensa.
            Mi tío salió a su madre en el espíritu luchador. Mi abuela no dudó nunca en salir a comprar fiado a las tiendas, o en pedir a algún familiar más acomodado que ellos, para que a su familia no les faltara de nada. Y a veces, no dudó en recorrer hasta tres veces al día el camino que separaba el cortijo del pueblo, que eran unos cuantos kilómetros para buscar víveres, pues no había otra cosa que satisficiera más a mi abuela que la comida, disfrutaba poniéndoles una buena mesa a los suyos, y siempre obsequiaba con ella a quienes visitaban su casa, y cuando las cosas les iban mejor, siempre ofrecía un plato de comida a cuántas personas pobres iban por el cortijo pidiendo.
            Aunque al principio dije que mi abuela no había sido una anciana simpática como otras abuelitas que he conocido, sí es recordada por los muchos paseos que dio del cortijo hasta el pueblo buscando de una u otra manera como atender las necesidades de su familia en todos los aspectos, pues era una mujer con un instinto materno muy grande, luchaba como una leona por el bienestar de los suyos.
            Después de pasar unos diez o doce años en el cortijo, volvieron a vivir al pueblo, y pudo ver cómo sus hijos se fueron casando y formando su propio hogar, así como también los vio emigrar a Barcelona en busca de un porvenir que fuese más cómodo y seguro de lo que había sido el pasado para sus padres.
            Muchas fueron las cartas que se cruzaron entre ella y sus hijos, aunque ella no sabía leer ni escribir, se escribían con mucha frecuencia. Ella siempre encontraba quien le leyera y escribiera las cartas. En los primeros años fue mi madre, y después buscaba a sus nietos, para que éstos la comunicaran con sus hijos que estaban lejos. ¡Y cómo le gustaba hacerles las mismas advertencias que les hacía cuando estaban a su lado! Quería que plasmáramos en el papel las mismas preocupaciones y lamentos que estaba acostumbrada a hacer casi de forma mecánica, llevada por ese espíritu masoquista y fatídico que una penosa vida imprime el carácter de quienes la padecen.
            Casi siempre a mí – que hice de secretaria suya en los últimos tiempos – me hacía leer varias veces las cartas que le escribía, para asegurarse que había sido fiel a lo que ella me había ido dictando. Y como no se conformaba con decir una sola vez ¡hijo de mi alma!, ¡cuánto me acuerdo de ti!, ¡qué lástima, qué lejos estáis!, pues a veces había que engañarla, haciéndole ver que habíamos escrito las cosas que ella quería. Yo, tenía la suficiente imaginación como para inventar cuando le leía las cartas que ellos mandaban, y las que yo escribía, aquello que a ella le gustaba oír y mandar decir a los suyos.
            Guardaba todas las cartas de sus hijos, y cuando íbamos a escribirles las sacaba todas, cuidando de que no quedara sin responder a nada de lo que ellos habían comunicado. A veces había que insistirle una y otra vez para hacerle comprender que algunas de esas cartas eran muy antiguas y ya se había contestado al contenido de todas ellas. Al cabo de mucho repetírselo quedaba un poco conforme, aunque nunca quedaba satisfecha del todo, pero a veces no insistía para no hacernos enfadar.
            Al recordar a sus hijos, siempre solía narrarme algunos recuerdos que tenía de ellos, bien de cuando eran pequeños, de cuando volvían a casa después del trabajo, de cuando andaba mi tío en el estraperlo, de mi madre, etc. Así fui aprendiendo un poco la vida de ellos y la manera de ser de mi abuela, y comprendiendo lo mucho que había amado a su familia. Así es como llegó al final de su vida, pendiente de las cartas de sus hijos, de sus achaques, de las vacaciones del verano en que volvían unos días para estar a su lado... La vida últimamente para ella giraba en torno al verano en que recibía las visitas de sus hijos con sus nueras y nietos, y por las que se agobiaba mucho pensando que no tenía la casa limpia, que ella no les podía atender bien debido a su vejez y sus enfermedades, etc. Pasaba su vida casi siempre en lamentaciones. Se lamentaba cuando iban a venir a verla, y seguía lamentándose cuando marchaban sus hijos y sus nietos porque se alejaban de ella y quizás fuese la última vez que los hubiese visto, o porque no les había podido hacer los cumplidos o darles todas las atenciones que le hubiera gustado.
            Cuando mi abuelo murió, vino a vivir a casa con nosotros. Creo que pasó los tres años más tranquilos de su vida. Al cabo de ese tiempo, un día amaneció muy enferma y tuvo vómitos de sangre. El médico dijo que le avisaran a sus hijos que estaban fuera, porque la muerte era inminente. Ella estaba muy lúcida, acordándose de todos y dándose cuenta del trajín de mi madre en atender su gravísimo estado. El médico vino ese día muchas veces a visitarla. Durante la última visita, cuando la vida se le escapaba a chorros, y todos esperábamos un último lamento, una queja, pues estaba consciente, volvió su mirada al médico que la había atendido durante años y le dijo: “Don Juan, ¿no quiere usted tomarse un café con un trozo de bizcocho? Pues tú Clotilde ve y te lo tomas con un vaso de leche, que no has comido en todo el día”. El médico se quedó perplejo. Instantes después moría.

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